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Puente Nijubashi, Tokio. |
Recordaba aquel viaje que hicimos mi hermana Ignacia y yo el 17 de septiembre de 1972, de Segura de León a Sevilla, en un autocar de la empresa La Estellesa que tenía el volante a la derecha y justo en el centro de la zona delantera un gran bulto sucio, de color granate y forrado de escay. Nos acomodamos en nuestros asientos y mi hermana se pegó todo el camino llorando y sin decir ni media palabra, por entonces ella tenía 20 años y 2 meses. Se sentó colocando sobre sus piernas una caja de cartón, de galletas María de tres kilos, que contenía algunas viandas de las que mi madre nos proveyó para cuando llegásemos a Sevilla. Con mis 7 años recién cumplidos no entendía nada, solo miraba el paisaje y de vez en cuando a ella para ver si se le había pasado. Ni nos movimos de nuestro sitio cuando el vehículo tuvo que parar en mitad de la Cuesta de la Media Fanega porque aquella prominecia, que rugía junto al conductor, humeaba y amenazaba con salir ardiendo.

Cuando llegamos a Sevilla nos esperaban en la cochera de La Estellesa, situada entre la calle Arenal y Adriano. La sensación del encuentro con nuestros hermanos fue más bien ambivalente, por un lado de alegría, por otro de cansancio y por último de extrañeza al estar separados de nuestra madre y en un sitio desconocido. No había tiempo para mucho pues el último autobús que salía para el Parque Alcosa, desde el foso de la Universidad, lo hacía a las 9, así que a andar rápido para no perderlo, que la cosa no estaba para coger taxis. En aquel entonces no había autobús de línea para llegar a un barrio obrero que aun estaba en construcción, solo estaban habitados unos cuantos bloques de pisos, todo rodeado de escombros y limitado por una carretera, un canal y una fábrica algodonera, que cuando venía el aire de poniente alfombraba de pelusa blanca el patio del colegio. Muchos años después sería cerrada por provocar severas lesiones pulmonares crónicas en los vecinos. La dotación de mobiliario urbano y de equipamiento de servicios brillaba por su ausencia, un cura rojo decía misa en el almacén de herramientas y materiales de la empresa constructora y para acceder a determinados lugares de la ciudad teníamos que darnos, campo a través, unas caminatas extenuantes.
Pues bien, luego de andar a buen paso hasta llegar a Palos de la Frontera, esquina con la avenida del Cid, frente al casino de la Exposición, nos encontramos con un autobús de Damián Millán, que era la empresa concesionaria de aquel trayecto, y un grupo no muy numeroso de personas montándose en él, como era domingo y casi de noche poca gente se veía ya por ahí. El vecino foso del edificio de la Fábrica de Tabacos, que había servido para proteger el edificio de los malhechores y del río Tagarete, que pasaba soterrado por la calle San Fernando y que ayudaba a su padre el Guadalquivir para que el nivel freático de la zona esté muy cerca de la superficie, presentaba un aspecto sucio, oscuro y lleno de maleza, así que me impresionó, casi me dio miedo. Al poco cambiaron la parada al Prado de San Sebastián, donde ese año se dejó de celebrar la Feria de Sevilla. Comenzó pues el camino hacia el suburbio: hasta la calle Oriente todo era ciudad, a partir de ahí las vaquerías y escombreras antes de llegar al Polígono de San Pablo y desde allí la nada hasta alcanzar nuestro destino, ya de noche cerrada y cansado por tantas emociones aquella jornada que parecía interminable llegó a su fin.
Otra premonición: A ese edificio que protegía aquel foso, que en su día me pareció inhóspito, he estado ligado la mayor parte de mi existencia adulta y en él me he formado como persona y como profesional, y en él sigo desempeñando mi humilde oficio de gestor cultural. Ahora volveré a ser estudiante después de haber sido casi de todo. Mis hijas están ya empezando a hablar sobre su futuro universitario y piensan que esta es la Universidad en la que les gustaría hacer sus estudios superiores. Así que desde aquella noche de domingo de 1972 y hasta dentro de muchos años voy a ver que aquel autobús azul y destartalado me sigue llevando al futuro inmediato.
El día siguiente, mientras mis hermanas comenzaban a trabajar en una fábrica de hilaturas con horarios imposibles, mi hermano Jesús y yo fuimos al colegio, que se abría por primera vez en aquel barrio y comenzamos una andadura que tenía más de dura que de andar, pero supimos sortear los baches y encaminamos un rumbo medianamente razonable. Todo en aquel curso fue sorpresivo más que sorprendente e iba acompañado de una sensación de aventura que no te permitía acomodo en ningún momento. Para mi lo más alucinante resultó una extraña excursión en la que nos embarcaron sin previo aviso, ya casi a final de curso. Nos montaron en un autobús y nos llevaron al aeropuerto, a pesar de lo cerca que estábamos de allí nunca lo habíamos visitado, al bajar nos dieron unas banderitas y nos depositaron en la pista para recibir y aclamar a los príncipes españoles y al emperador del Japón y su esposa. Una hora después, más o menos, nos devolvieron al barrio y los profes nos hablaron algo de Japón y nos recomendaron que ese día viésemos el Telediario. Todo aquello fue como si estuviera viendo una película, como un vuelo astral de esos que,dicen, te ves desde arriba. Muchas cosas marcianas nos pasaron en aquel tiempo.
La última premonición: Muchos años después y por motivo de trabajo he viajado dos veces a Japón, afortunadamente la segunda acompañado de mi mujer, descubrí una cultura, una sociedad y una ciudad, Tokio, que me entusiasmaron, además de suponer para nosotros unas minivacaciones magníficas. De hecho ahora en mi casa se come muchas veces comida oriental influidos por ese interés de los dos y a todos nos gusta. Resulta curioso que uno de los sitios más visitados y bellos de Tokio sea el Palacio Imperial, Kökio, en el distrito de Chiyoda y que uno de sus accesos sea el puente Nijubashi, que salva un hermoso foso que rodeaba el castillo de Edo, sobre el que se construyó el palacio cuando los emperadores trasladaron la corte desde Kioto. Como veis, otro foso nos lleva a un transcurso circular de la existencia y de la memoria, al final todo parece desembocar en un tiempo irreal y caótico al que podemos acompañar con una sonrisa y poco más, porque siempre se burlará de nosotros.