lunes, 19 de septiembre de 2016

Sobrevaloraciones



Concertina
Resulta curioso cómo se va adecuando el vocabulario a las intenciones, más o menos estratégicas, de los movimientos o tendencias sociales imperantes. Incluso el título de esta entrada no deja de ser un término eminentemente económico que voy a usar con una acepción  sociocultural o sociopolítica. No cabe duda que  es algo que ha pasado a lo largo de la historia, aunque ahora la tecnología de la comunicación lo acelera todo y tal vez resulta más visible el fenómeno.

Otro factor que ayuda a estos procesos es el estrechamiento del campo ideológico o filosófico experimentado en el siglo XXI. El agotamiento de la tendencia analítica y el final esperado de la filosofía posmoderna nos han dejado ante un escenario nihilista y escécptico, lo que permite una suerte de tendencias "a la carta" que cada uno impone o sugiere según el ámbito de poder en donde se desarrolla su influencia, bien sean medios de comunicación; partidos o movimientos políticos; agrupaciones de estados supranacionales o grupos financieros de intereses globalizados. Teniendo en cuenta además que muchos de estos actores están perfectamente relacionados y subordinados entre ellos.

No voy a entrar a profundizar en cuestiones filosóficas de las que soy profano, pero si voy a poner algunos ejemplos de cómo unos conceptos se ponen de moda e incluso condicionan la conducta y el lenguaje de una gran mayoría de personas provocando contradicciones y dicotomías, tan propias de nuestra cultura judeocristiana por otra parte.

Últimamente hemos caído en enfrentar comer sano versus enfermedad, tanto ha sido así y con tanta insistencia que se ha llegado a provocar una nueva enfermedad, la ortorexia. Es decir, aquellas personas que se obsesionan con la dieta sana hasta el punto de modificar sus hábitos de vida y producir efectos nocivos en su salud. Está sería la consecuencia extrema, pero  no debemos olvidar el precio de los productos "bio" o "eco", la proliferación de gimnasios, la actitud moral ante la obesidad, el asumir que belleza y salud es una ecuación exacta y por ende falta de salud y fealdad debe ser igual de exacta. Hasta en el marketing político se cuidan de que nuestros líderes se correspondan con estos estereotipos y los medios de comunicación se empeñan en descubrirnos si comen más pescado o hacen suficiente ejercicio físico, como si eso nos diera alguna pista sobre su capacidad de ejercer la función para la que se postulan, en el caso de que sean candidatos a algo.

También encontramos que se ha sobrevalorado la simpatía frente a la empatía, tratando a veces de confundir ambos conceptos, como si por el hecho de que una persona sea especialmente ingeniosa, agradable o dicharachera nos obligara a sentirla como un igual o a pensar que su cercanía supone un intento certero de ponerse en nuestro lugar. Cuando la empatía implica el ejercicio cognitivo que nos permite percibir lo que siente nuestro interlocutor, por lo que su principal efecto conlleva una direccionalidad de fuera hacia dentro y no al contrario, de los demás hacia uno, no de la capacidad de influir uno en los demás. De tal manera  los personajes públicos que hacen gala de su comicidad o de su gracia se convierten automáticamente en personas ejemplares.

Tal vez el ejemplo más paradigmático de lo que hablamos sea el manoseo y manipulación del concepto de sinceridad, pudiera parecer que la sinceridad es la panacea, tanto personal como social, a todos los males que nos aquejan, además se enfrenta con éxito a la hipocresía, a la mentira, a la reflexividad y hasta al pensamiento crítico. En el periodo clásico de nuestra cultura la hipocresía no estaba tan mal vista y, más allá de sus connotaciones teatrales, venía a situarnos ante la capacidad de controlar una situación, saber responder a la demanda del otro, respetar la forma de pensar de tus interlocutores y sobre todo era consecuencia de la pertenencia a un colectivo que exigía un sacrificio del pensamiento propio en beneficio del interés del grupo. La moralidad religiosa que imperó en Occidente luego la convirtió en algo negativo que ha perdurado hasta nuestros días, quedando relegada a ese papel asociado al disimulo, la simulación, el engaño o la falta de honestidad.

El hecho de que una persona se muestre siempre como quiere hacernos creer que es no tiene más valor que el de su empecinamiento. Que se plantee alguien que de su boca solo saldrá la verdad no deja de ser una insolencia y una presunción ridícula, pues no hay nada más subjetivo que la verdad. De hecho no es hasta el Renacimiento y posteriormente en el Romanticismo cuando este término se fija con la acepción y la carga moral que hoy tiene. En su origen latino está más ligado a la diferencia entre lo fingido y lo no fingido o ante lo que tiene un origen que no proviene de mezcla alguna. Resulta curioso que los movimientos políticos totalitarios del S. XX apelaran a la sinceridad de sus discursos para justificar sus contenidos, como si una barbaridad deseada sinceramente dejara de ser una barbaridad. Paradójicamente hemos vuelto a ver como los lideres de opinión actuales nos tratan de vender como virtud inexpugnable su sinceridad por encima incluso de su honestidad, vemos como hay personas que se parapetan en ella para insultar a otros, para argumentar tremendas injusticias o para convencernos y persuadirnos sobre su "producto" sin tener en cuenta nuestra capacidad intelectual.